El termino Realismo Mágico inicialmente
fue utilizado por Franz Roh, un crítico de arte alemán, para referirse a
pinturas que demostraban una realidad alterada. Llega al español con la
traducción del libro Realismo mágico
(1925), pero es en 1947 cuando fue introducido en la literatura
hispanoamericana por el venezolano Arturo Úslar Pietri en su ensayo El cuento venezolano, quien señala: lo
que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una manera
perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de datos
realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la realidad. Lo que
a falta de otra palabra podrá llamarse realismo mágico.
En 1949 Alejo Carpentier
habla de “lo real maravilloso” para introducir la novela El reino de este mundo”
y algunos la consideran que es la novela iniciadora de esta corriente
literaria. Aunque muchos proclaman a Juan Rulfo con su novela Pedro Páramo como
el padre de esta corriente.
Este género literario de mediados del siglo XX
se define como una preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o
extraño como algo cotidiano y común.
Entre sus principales
exponentes tenemos al guatemalteco ganador del Premio Novel (1967) Miguel Ángel
Asturias y por supuesto a Gabriel José de la Concordia García Márquez, quien es
el tema central de este articulo.
Conocido mundialmente como Gabito
(hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo
Zalamea Borda, subdirector del diario colombiano el Espectador, comenzó a
llamarlo así. Nació según las crónicas en Aracataca, en el departamento del
Magdalena, Colombia, el 6 de marzo de 1927, o tal vez fue en Macondo. Y el 17
de abril de 2014, en México, D.F., fue el momento en que su cuerpo no estaba
hecho para los años que no podía vivir.
En cuanto a su pensamiento político
según Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli, «Gabo entiende por socialismo un
sistema de progreso, libertad e igualdad relativa donde saber es además de un
derecho, un izquierdo», en este juego de palabras da a entender que el problema
no es de derecha, ni de izquierda, sino de originalidad, progreso, libertad e igualdad
de oportunidades en el acceso al saber. Así define lo que debe ser nuestro
rumbo, esto lo explicita en su discurso “La Soledad de América Latina”, discurso de aceptación del Premio Novel en Oslo,
del que reproducimos algunos fragmentos.
Donde comienza así: Antonio Pigafetta, un navegante florentino
que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su
paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece
una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en
el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del
macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante
enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro
breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras
novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra
realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros
incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas
numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía
de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico
Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una
expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron
cinco de los 600 que la emprendieron.
La independencia del dominio
español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de
Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales
magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles.
El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca
absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de
condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano
Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el
alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al
general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en
realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los
poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito
con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las
malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias
fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y
mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda.
Me atrevo a pensar que es
esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es
la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades
nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que
los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación
de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos.
Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a
sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos,
y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para
nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con
esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez
menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más
comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres
necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un
obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos
antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo
XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus
relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el
apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus
habitantes.
América Latina
no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de
quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en
una aspiración occidental.
No obstante,
los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre
nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la
literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas
tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los
europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un
objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No:
la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo,
frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida.
Aquí queda
claro cuál es la posición del Gabo con respecto a su posición política con
respecto a América Latina, ni de derecha ni de izquierda. La presencia del
Realismo Mágico en nuestra historia y la necesidad de definirnos desde nosotros
mismos.
En relación a
la clase política, unos años después, nos dice: "Ningún dirigente
político, ningún jefe de Estado oye absolutamente a nadie. De manera que tener
influencia en un jefe de Estado es lo más difícil que hay en este mundo, y
finalmente ellos terminan teniendo mucha influencia sobre uno". ("Juventud
Rebelde", Cuba, 1988).
La obra
literaria del Gabo es inmensa siendo Cien
Años de Soledad la más representativa y conocida. En este artículo solo
hacemos una breve referencia en su honor. Saludos Gabo.
Referencia
García Márquez, G. (1982). La Soledad
de América Latina. Discurso de aceptación del Premio Novel.
AUTOR: Félix Piñerúa Monasterio
DISEÑO Y MONTAJE ELECTRÓNICO: Trinemily Gavidia Arguinzones
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