Los indígenas Guaraní
habitaron en el sur de Brasil, el este de Bolivia y Paraguay, y el norte de la
Argentina. Elegían sus lugares de asentamiento de acuerdo con los cursos de los
ríos Paraguay, Paraná y Uruguay. En su mitología Tupá creó a la humanidad a
partir de estatuillas de arcilla que representaban al hombre y la mujer y a las
cuales les soplo vida, dejando así en ellos los espíritus del bien (Angatupyry)
y del mal (Taú). El primer pueblo así creado fue el guaraní, de quienes se
originaron los demás pueblos.
Así como les creo también les
obsequio al pájaro chaja como su vigía, su relato es el siguiente:
El anciano Aguará era el
cacique de unas de las tribus guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza
lo distinguieron entre todos, pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y
el apoyo de su única hija, Taca,, que con decisión lo acompañaba en sus tareas
de jefe.
La muchacha manejaba el arco
con maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores
piezas. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces
había salvado a la tribu en momentos de peligro, remplazando al padre que, por
la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.
Además de todas estas
condiciones, Taca era muy bella: de ojos negros y expresivos, en su boca de
gestos decididos y enérgicos siempre lucía una sonrisa. Dos largas trenzas
negras le caían a los lados del rostro; un tipoy cubría su cuerpo hasta los
tobillos y lo ceñía a la cintura con un hermoso chumbé.
Las madres de la tribu recurrían
a ella como la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de los
otros, seguras de encontrar remedio salvador cuando sus hijos se hallaban en
peligro.
Los jóvenes la admiraban por
su bondad y por su belleza, y la mayoría se había enamorado secretamente;
muchos, incluso solicitaron al cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella.
Pero Taca los rechazaba: su corazón ya tenía un dueño.
Ará-Ñaró, un valiente
guerrero que por aquella época andaba cazando en la selva del norte, era su
novio. Con él pensaba casarse cuando regresara. Entonces, el viejo cacique
encontraría en su nuevo hijo quien lo remplazase en las tareas de jefe.
La vida de la tribu trascurría
tranquila, hasta que Carumbé y Pindó, que habían salido con Petig en busca de
miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar
al bosque en busca de panales, cada uno de ellos tomó una dirección distinta. Mientras
cumplían su faena, oyeron unos gritos desgarradores. Se trataba de Petig, que,
sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado
con carne humana y nada pudieron hacer sus compañeros para salvarlo. El animal
mató al indio, lo destrozó con sus garras. Casi ni rastro quedaron de él…
Carumbé y Pindó no tuvieron
más remedio que huir y ponerse a salvo. Llegaron jadeantes y sudorosos y
contaron lo sucedido.
La noticia causó consternación
y miedo en la tribu, porque hasta entonces ningún animal salvaje se había
acercado al bosque donde ellos iban a buscar frutos.
Desde ese día todos
perdieron la serenidad: por eso guardaron precauciones, aunque resultaba
imposible impedir que el jaguar merodeara continuamente. Muchas fueron las víctimas
del sanguinario animal.
El Consejo de Ancianos se
reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza. Decidieron
que sería necesario asesinar a quien tantas muertes producía. Para conseguirlo,
un grupo de valientes debían buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta
terminar con ella.
El cacique aprobó la determinación
de los Ancianos. Pidió que se presentaran ante él los jóvenes de la tribu
listos para llevar a cabo la empresa.
Grande fue la sorpresa del
jefe cuando comprobó que solo se acercó un solo muchacho: Pirá-U.
De los demás, ninguno quiso
exponer su vida.
Pirá-U sentía gran
admiración por el viejo cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había
salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo,
el cacique había puesto en peligro su propia vida. Él, en ese entonces un niño,
quedo agradecido para siempre y esta resultaba la única oportunidad para
demostrarlo. Sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza.
Sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en
la fuerza que le prestaba la gratitud, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran
ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaron al valiente
muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.
Las esperanzas se desvanecían.
Pirá-U no regresaba.
Y hubo una nueva víctima del
jaguar.
Se reunió el Consejo y se pidió
la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió… el miedo
resultaba demasiado poderoso. Era increíble que junto ellos, que habían dado
tantas pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes.
Taca furiosa, reunió al
pueblo y grito:
-Me avergüenzo de pertenecer
a esta tribu de cobardes. Estoy segura de que si Ará-Ñaró estuviera entre
nosotros, se encargaría de matar al sanguinario animal. Pero en vista de que
ninguno de ustedes es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y volveré con su piel.
Deshonor les traerá reconocer que una mujer tuvo más osadía: ¡Cobardes!
El padre se opuso a que Taca
llevara a cabo una empresa tan peligrosa. ¿Qué haría el pueblo sin ella? ¿Qué sería
de él si a ella le pasaba algo?
-Hija mía –le dijo- tu decisión
me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Mi orgullo
de padre es muy grande. Te quiero y te admiro, pero la tribu te necesita. Mi salud
no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.
-Padre, cuento con la ayuda
de los dioses, volveré con mi presa –dijo muy segura-. Si permitimos que el
sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecito
en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.
Fue tal la resolución de la
joven que el anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas
y claras, y no había otra manera de liberarse de enemigo tan cruel.
Taca empezó con los
preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.
A punto de partir, varios jóvenes
trajeron la noticia de que los cazadores que habían ido a las selvas del norte
se acercaban, que eataban a corta distancia de los toldos.
Fue para Taca una noticia
que la llenó de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaró, su
novio, y Taca abrigó la esperanza de que él podría acompañarla para matar al
jaguar. Impacientes, aguardaron la llegada de los bravos cazadores, los que se
presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas,
obtenidos después de tantos sacrificios y peligros.
La tribu los recibió con
gritos de alegría y de entusiasmo. Delante de todos se hallaba el cacique y su
hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo. El viejo Aguará saludó a los
valientes muchachos, que se apresuraron a mostrarle las piezas más hermosas.
Ará-Ñaró, después de
agasajar al jefe, como prueba de su gran amor, le ofreció a Taca un presente:
una colección de las más vistosas y brillantes plumas. El gozo y la
satisfacción se notaron en el rostro de la doncella, que con apretada sonrisa le
agradeció.
Después… cada uno volvió a
su toldo. Aguará, Taca y Ará-Ñaró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás
de los arboles del bosque cercano. Las nubes fueron teñidas por un reflejo rojo
y oro; desde lejos, se oyó el grito lastimero del urutaú.
En ese momento, el viejo
cacique le comunicó a Ará-Ñaró el mal que amenazaba a su pueblo y la decisión
de su hija. El joven guerrero no daba crédito a lo que escuchaba ¿Cómo era
posible que solo un indio se hubiera atrevido a enfrentar al animal? ¿Qué clase
de hombres componían la tribu si aceptaban que la peligrosa empresa la llevara
a cabo una mujer?
-Todos le teme al jaguar,
creen que es un enviado de Añá (Genio del mal) imposible de vencer –fue la
respuesta de Aguará.
Sin poder cambiar la
decisión de la joven, Ará-Ñaró resolvió acompañarla, y cuando la luna envió sus
primeros destellos sobre la tierra, marcharon en pos del enemigo.
La esperanza de terminar con
él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencia a su
compañera, pero ella, con el deseo de acabar de una vez por todas con el carnívoro,
adelantándose, lo animaba:
-¡Yahá!...
¡Yahá!... (¡Vamos! ¡Vamos!).
Cerca de un ñandubay, se detuvieron.
Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y
no se equivocaban…
Al salir del matorral vieron
dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Creyeron que se trataba de
los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente.
Y al acercarse un poco más,
lo confirmaron.
Ará-Ñaró apartó a su novia y
la obligó a permanecer detrás de un añoso árbol. Casi de improviso, se le
abalanzó.
Fueron momentos trágicos. ¡El
hombre y la fiera lucharon por su vida! Ará-Ñaró era valiente, pero el jaguar
contaba con demasiada fuerza salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con
ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció: un zarpazo desgarró el cuello
del indio, al mismo tiempo que hería con su cuchillo al animal. Juntos rodaron,
mancharon la tierra de sangre.
Taca corrió hasta la bestia
agonizante, que con sus últimas fuerzas la atacó en un nuevo combate.
Todo fue en vano. En esa
prueba de valientes, ninguno salió victorioso.
Taca, Ará-Ñaró y el jaguar
pagaron su heroísmo con la vida…
En la tribu intuían la
muerte de los jóvenes. El viejo cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose,
hasta que Tupá, condolido de su desventura, lo mató.
Todos lloraron al anciano
Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos
beneficios.
Entonces prepararon una gran
urna de barro y, después de colocar en ella el cuerpo del cacique, pusieron sus
prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida. En el momento de
enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves,
hasta entonces desconocidas, apareció gritando: ¡Yahá!... ¡Yahá!...
Taca y Ará-Ñaró, convertidos
en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.
Justamente ellos los habían librado
de feroz enemigo y, desde ese momento, serían sus eternos guardianes,
encargados de vigilar y avisar cuando vieran acercarse algún peligro.
Por eso, el chajá, como lo
llamamos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte
algo extraño, levanta el vuelo y da el
grito de alerta: ¡Yahá!... ¡Yahá!...
Referencia
Parodi, L. (2005). Leyendas Indígenas de la Argentina.
Buenos Aires: Andromeda.
CHAJÁ VIGÍA DE LOS GUARANÍ
AUTOR: Félix Piñerúa Monasterio
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