Tanto en la tradición actual
como en la recopilada por Sojo (1986), se cuenta que un navío negrero inglés,
descargó una noche su contrabando de “piezas de ébano” en la pequeña población
costera de La Sabana. Eran mil infelices, cargados de cadenas.
Un potentado señor de
apellido Blanco, caló enseguida la estampa, la reciedumbre membruda de dos
negros cuyo parecimiento fisionómico hacía suponer parentesco entre ellos. Uno
era alto, de porte majestuoso y recogido en un silencio que contrastaba con la
parlotería en una lengua de sus
compañeros de infortunio. El otro, más grueso y de menor edad en apariencia,
hablaba bajo y miraba con ojos enrojecidos, llenos de amarga tristeza.
El señor Blanco, realizo su
compra, los reunió a otros esclavos de menor precio y los entregó a su escolta,
tomando el camino de la Villa de San José de Curiepe.
Meses después, cuando los
esclavos machacaban un poco el español,
supo que eran hermanos, y lo que es más, príncipes africanos de un clan
traicionado por una tribu enemiga que comerciaba con europeos saqueadores e
incendiaros de las villas africanas. Bautizados en la religión católica, bien
pronto revelaron no solamente su innata nobleza de sentimientos, sino también una
gran pericia y conocimiento en el cultivo de cacao, cuya mejora de producción y
aumento de las arboledas se hizo manifiesto. No obstante, el menor de los
hermanos, no perdía aquella tristeza, ese estar como ausente de cuanto le
rodeaba, aunque el amo se preocupaba que tuviese una alimentación sana, dándole
asimismo alojamiento confortable y buen trato. Una mañana amaneció muerto,
seccionada las carótidas con el filo del machete que aún empuñaba en medio de
una gran mancha de sangre. Recibió cristiana sepultura en el cementerio común
de la población. Al pie de su tumba quedó su hermano en vela toda la noche. Desde
entonces, una inmensa melancolía rodeó su vida.
Vecinos a la casa del señor
Blanco, vivían los Muñoz, pardos libres y también hacendados. Todas las tardes,
venía una niña de dicha familia a conversar y jugar con el esclavo, al cual su
amo dispensaba ahora de ir a las haciendas. Poco a poco le dejaba la
administración de los trabajos, obligado como se veía a menudo a marchar a la
capital de la provincia.
La pequeña pasaba ratos
inefables escuchando los cuentos de animales del esclavo. Había cierta ternura
filial hacia aquel hombre en cuyos ojos se adivinaba el infortunio. Entonces la
pequeña pasaba suavemente su manecita sobre su calva, una y varias veces haciéndole
reír. Aquel espectáculo terminó de ablandar el corazón del señor Blanco, quien
le dio espontáneamente carta de libertad, regalándole una pequeña arboleda con
tierras adyacentes y un solar vecino a su casa para que construyese su
vivienda.
Fue notorio entonces el
respeto, el comedimiento que negros esclavos y libres, zambos y mulatos, tenían
por el recién liberado. Poco tiempo luego murió el señor Blanco, a quien debía
su restitución al estado humano sociable y racional. Con ahorros de su trabajo,
negoció aquellas posesiones, hijas de los desvelos de él y su hermano difunto. Ahora
se llamaba a su vez, el “señor Blanco”.
Acostumbraban los hacendados
del lugar, dar tres días de asueto a sus servidores el día de San Juan
Bautista, que celebraban al son del tambor y bailando después de la Misa. Los africanos
y sus descendientes, rendían culto a un Santo de los blancos, en que no se les permitía
acceso a la iglesia, contentándose con oír misa des afuera para luego concurrir
a la danza de los tambores, y allí trasegaban grandes cantidades de vino y
aguardiente, con deseperación que les costaba en ocasiones la vida, bien por
mano ajena o por las suyas propias, reacios a regresar el tercer día a la vida
de la esclavitud.
El “Señor Blanco” –negro,
libre, casado y rico-, contemplaba con silenciosa consternación las escenas. Una
mañana montó en su mula y acompañado de su escolta, salió rumbo desconocido. Al
cabo de varios días, regreso al pueblo. Faltando pocos meses para la celebración
de San Juan en el año próximo, comenzaron a llegar a su casa, hombres de
diversas partes de la región. En la noche, a puertas cerradas, celebraron una
reunión, en que trascurrieron las conversaciones en dialecto; seguramente
alguno del bantú, pues cuéntase que este señor Blanco, venía de la parte
suroeste de África, o sea de la zona del Congo.
En esas celebraciones, los
esclavos y libres, llegaron a un acuerdo: hacer fondo común cada año para
comprar la liberad de dos o tres de sus semejantes. El señor Blanco se asignó
una fuerte suma, suficiente para liberar a dos o tres del mejor precio. Y aun
más, hizo encargar a un artesano de color una imagen costosa de San Juan, en
cuyos materiales de modelación entró otro polvo. Por un valor de dos mil pesos,
vino el nuevo santo, pequeñín, gracioso, sin embargo con una dulce tristeza en
los ojos bajo sus rulos dorados. Tez de morenas amapolas y cabellos de oro. La pequeña
imagen se llamó “el San Juan Congo”.
El señor Blanco se valió de
influencia y dinero, hasta obtener licencias de la iglesia, enseguida la
bendición, para los festejos en los días ya acostumbrados.
Entonces se canto Malembe, tonada
que es invocación del día último a los dioses de África. Quiere decir su fonética:
“Dios Poderoso”. Literalmente significa “tristeza”, “suavemente”, “pesar
inevitable”. Pero esta invocación, llevaba en sí contornos trágicos y terribles.
Representaba en realidad un culto de la liberación por la muerte. Muerte por su
propia mano, antes que los esbirros esclavócratas se la dieran con el látigo
asesino. En esta caso, tal expresión es empleada como invocación a los dioses
originarios:”¡Dios Todo Poderoso, apiádate de tus siervos!”. Podían ahora beber
y beber hasta hartarse, hasta perder la noción del ser. Disponían ahora del
recurso de la muerte, como liberación definitiva. La tradición directa,
fidedigna y exacta cuenta sombríamente cómo los esclavos se ahorcaban en los
árboles, y cómo se entonaba el Malembe –responsorio ritual en la ceremonia del “encierro”
del Santo-, después que en medio de un silencio impresionante, exclamaba una voz
(algún sacerdote de sus cultos): “¡Ya voló vuelto paloma!”. Alba paloma
escapada de una servidumbre nefasta. ¡Vuela, vuela hacia las regiones donde los
hombres no tienen color ni hay odios raciales!
La imagen de San Juan Congo
se venera todos los años. A su cuidado quedaron los sucesivos descendientes se
aquel príncipe de África. Priva en la celebración de su festividad, la
adoración de sus devotos, especie de sociedad religiosa, religiosamente sincrética.
También se conoce como San
Juan Guaricongo y que parece descomponerse en fonema del Dahomey: Guari,
gallina de guinea o piroca, entroncado a Congo, gentilicio propiamente bantú. Esta
última definición está clara en la conocida copla:
San Juan Guaricongo
Cabeza pelá
¡Quitate la gorra
Pa´vete bailá!
Referencia
Piñerúa, F. (s/f). En Torno a San Juan Congo. Caracas: Investigación en curso.
Sojo, J. (1986). Estudio del Folklore Venezolano. Biblioteca de Autores y Temas
Mirandinos, N° 34.
AUTOR: Félix Piñerúa Monasterio
DISEÑO Y MONTAJE ELECTRÓNICO: Trinemily Gavidia Arguinzones
FOTOGRAFÍA: Félix Piñerúa Monasterio
Muchas gracias por tan excelente información, la cual enriquece nuestro conocimiento sobre el legado histórico de nuestros ancestros!
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